
Hay personajes en la historia local que uno pensaba que no volverían. Que el sentido común, la ética pública y el mínimo respeto por la ciudadanía impedirían que retornaran a espacios de poder. Pero no, Ximena Velásquez no sólo volvió, sino que lo hizo como directora del Liceo Gabriela Mistral. Y como si eso no fuera suficiente, instaló en el mismo liceo a su hijo como profesor. Sí, su hijo. Porque cuando se trata de blindar el poder, la familia parece ser la mejor coraza.
Esto no es nuevo. Ya lo hizo en la CORMUNAT, donde su influencia fue tan absoluta como desastrosa. Pero la historia no termina ahí. Como si se tratara de una obra maestra del descaro, también llevó consigo a Karla Alday, una profesional que fue parte del equipo que dejó inconclusos los proyectos por más de 600 millones de pesos. En la CORMUNAT era ingeniera; hoy, según Transparencia, es profesora de básica. ¿Dónde está la fiscalización? ¿El concurso público? ¿O estamos frente al amiguismo descarado que pudre las instituciones desde adentro?
Que no se olvide: los sueldos de Velásquez, su hijo y Alday los pagamos todos los chilenos. Y mientras cientos de jóvenes intentan educarse con las uñas, el Liceo Gabriela Mistral es secuestrado por un clan que ya probó ser más hábil en gastar fondos públicos que en rendir cuentas claras.
¿Qué hace el SLEP? Nada. Porque el silencio institucional también es cómplice. Porque la inacción es una forma refinada de corrupción.
Esto no es sólo una historia de nepotismo o de malas prácticas. Es una radiografía del abuso de poder en su estado más puro. Es la elite técnica transformada en dinastía. Es la política de lo inmoral disfrazada de gestión educativa.
La pregunta es: ¿hasta cuándo vamos a callar? ¿Hasta cuándo se va a permitir que quienes ya fracasaron una vez, regresen por la puerta ancha, arrastrando a los mismos de siempre, mientras destruyen lo poco que queda en pie?
Esto ya no es indignación. Es asco.



